Una maestra que, en un momento dado de mi vida, me acompaño en el proceso inacabable de sumergirme en mi mundo interior, me dijo que para ser dichosos se requieren dos capacidades importantes: una, la de ser amable con uno mismo, y otra, la de manejar una cierta dosis de incertidumbre en la vida.
Y es que la vida es incierta siempre, aunque a veces tengamos la ilusión de que es previsible, planificable y controlable.
En ocasiones, esta falsa ilusión se golpea fuerte y bruscamente con la auténtica naturaleza de la realidad: la imprevisibilidad y el cambio, y entonces, por debajo de nuestra frágil calma interior, empieza a emerger el sunami emocional del miedo, el pánico y la rabia, a veces desmedida, hacia la vida que calificamos de injusta y arrebatadora.
La no aceptación del cambio y de su leal compañera la incertidumbre, se manifiesta en todo su esplendor vociferando preguntas que no tienen respuestas convincentes para un ego que se cree indestructible y merecedor de certezas: ¿Por qué me está ocurriendo esto a mí? ¿por qué de esta enfermedad? ¿Por qué de esta pérdida? ¿Por qué de este desengaño inesperado?
Sin embargo, es en estos momentos de desgarradora inquietud y desasosiego, que podemos encontrar el tesoro escondido en la imprevisibilidad, que oculto entre la tormenta emocional que nos desborda, puede vislumbrarse, primero tímidamente, y luego con más claridad, una vez se ha atravesado el oscuro túnel del miedo al futuro y al qué pasará, y tras preguntarnos cuáles son las nuevas coordenadas de nuestra existencia.
Quizás la incertidumbre es un señalador que nos permite descubrir cómo podemos trascender la comodidad que encontramos entre los límites del confort, que nos acomoda, pero nos aletarga, y aventurarnos a las sorpresas que el cambio nos regala y que, a veces, solo podemos valorar desde la perspectiva que da el tiempo.
El mensaje valioso que nos trae lo inesperado es que, en ocasiones, la belleza de la vida se encuentra más allá de lo que es aparentemente previsible, y que en lo desconocido podemos encontrar esperanza y maneras creativas de abordar los acontecimientos, aunque nuestra mente conservadora hubiera preferido mantener de forma inalterable lo que parecía ser permanente, estable, sólido e incuestionable.
Navegar en el no saber es alinearnos con el movimiento que no cesa de la vida y bailar a su compás. Sostener el quizás es desvelar que los giros inesperados de la vida son grandes portadores de infinidad de posibilidades y de grandes crecimientos.
Abrazar la incertidumbre nos abre a un inmenso océano de libertad y de gratitud, que nos permite disfrutar de las olas hasta que llegan a la orilla y movernos en el marco del presente continuo, donde la vida transcurre.
El tesoro escondido de la incertidumbre nos muestra el auténtico sello de la realidad, la única certeza que siempre permanece tejiendo sin descanso la existencia, que es el cambio y la finitud.